lunes, 30 de agosto de 2010

Cuentos araucanos

Alicia Morel "CUENTOS ARAUCANOS, La Gente de la Tierra" de la Editorial Andrés Bello

Prologo

Los mapuches, que quiere decir "gente de la tierra", por "mapu", tierra, y "che", gente, ocupaban una gran zona del cono austral de América del Sur, que abarcaba la parte central de Chile y Argentina.

Según su ubicación geográfica, se denominaban entre sí como "huilliches", gente del sur; "puelches", gente del este; "ranculches", gente del carrizo; "picunches", gente del norte; "pehuenches", gente del pehuén o araucaria, etc.

Para ellos tenían gran importancia los puntos cardinales y orientaban la construcción de sus rucas según éstos. Así, la puerta principal se abría al oriente; sus cobijas tenían la cabecera hacia la salida del sol y nunca de norte a sur o al contrario, porque según sus creencias, la primera ubicación daba vida y estaba protegida por los espíritus bienhechores, y la segunda traía enfermedades y hasta la muerte, porque “el sur es el punto por donde desaparecen los vivos, visitados de improviso por los malos espíritus que de allí vienen” (Tomás Guevara.)

Entonces no había límites definidos, como ahora, entre los países. Las guerras y escaramuzas hacinase entre caciques, tribus o confederaciones de tribus; la causa de sus peleas era principalmente por raptos de mujeres o por razones de supervivencia, al disputar un terreno apto para la agricultura y rico en plantas y árboles de los que sacaban su alimentación.

Subsisten sólo los mapuches que viven en Chile, ya que los llamados “pampas” argentinos fueron exterminados por las continuas guerrillas en su contra, la última de las cuales la dirigió el General Roca en 1879.

En Chile los mapuches viven desde el sur de Bio-Bio hasta Puerto Montt, ocupando diversos puntos en la precordillera de los Andes y en la costa.

Los que aún mantienen el lenguaje, los ritos y costumbres no pasan de los 200.000, aunque se considera que el total de mapuches asciende a unos 500.000, siendo estas cifras inseguras.

Otro punto discutible es el de la homogeneidad racial de los mapuches; si bien hablaban la misma lengua y practicaban parecidas costumbres, pueden haber tenido diferencias étnicas. Hay muchas teorías sobre el origen de las razas americanas que no corresponde tratar en este prólogo.

Sólo añadiremos que sin los pacientes y sabios investigadores que se dedicaron a lo largo de tres siglos al estudio de la lengua mapuche y a observar sus costumbres, ritos y tradiciones, no habríamos podido hacer la adaptación de sus hermosas creencias, llenas de espiritualidad. Estos pueblos no tuvieron o no alcanzaron a tener, como suponen algunos indigenistas, lenguaje escrito; al recoger su tradición oral se salvó en parte la misteriosa mitología cuyos orígenes se pierden en la prehistoria.

Alicia Morel

CUANDO EL SOL Y LA LUNA OLVIDARON LA TIERRA.

(Cuento basado en una leyenda Mapuche-ranculche)

Hace muchos, muchos años, el Sol y la Luna vivían tan felices en el cielo, que se olvidaron de alumbrar la tierra donde vivían los indios. Y mientras en el cielo habían grandes fiestas llenas de luz y color, en la en la Tierra todo estaba oscuro, y cubierto de nubes y nieblas y la lluvia caía sin parar.

Y de tanto llover día y noche, los valles se llenaron de agua, y el mar y la tierra se confundían. Solo asomaban las puntas de las montañas más altas y allí se habían refugiado los pobres indios con sus animales mansos y con los animales salvajes.

Cuando comenzó la inundación dos de los principales caciques reunieron a su gente y enviaron mensajeros para advertir el peligro a las gentes de la tierra, los mapuches.

—Suban a las montañas, lleven sus guanacos, sus aves, sus llamas y sus pequeños ciervos, los pudúes, por que pillanes del cielo están enojados y rompen las nubes con sus espadas de fuego y el agua comienza a inundar las tierras bajas.

Así voceaban los mensajeros recorriendo pequeños caseríos. Y todos los pueblos se pusieron en camino, llevando lo más necesario. Los seguían sus guanacos, sus vicuñas, sus pavos, y los ciervos pequeños que se llaman pudú. Y detrás de ellos, entre los matorrales y los bosques, huían los pumas, los zorros y las güiñas. Ennegrecían el cielo los pájaros de la tierra y del mar. Las bandurrias y los choroyes eran los más bulliciosos. Las bandurrias parecidas a las cigüeñas, volaban en grupos de a cinco, lanzando un extraño grito semejante al sonido de un oboe; y los choroyes, desordenados y en bandadas, que ponían verde el cielo, ensordecían con sus gritos desafinados y alarmantes.

Los únicos que estaban contentos eran los peces, desde los más pequeños hasta las ballenas.

Los hombres, aislados en la cumbre de las montañas, encendían débiles fogatas bajo las rucas que construyeron. No se conseguía leña seca, todo goteaba y lloraba, y la oscuridad oprimía el corazón.

Una noche, o una mañana —no podía saberse si era de noche o de día— el toqui Pangal, que era fuerte como el puma, reunió a sus guerreros y familia y les dijo: —Tenemos que hacer una gran fogata para que le sol vuelva a iluminarnos. Si el ve nuestra señal de fuego, volverá a acordarse de nosotros y correrá las nubes y nos mandará su luz.

Todos, hasta los más pequeños, se repartieron por la montaña para recoger ramas y troncos; pero el trabajo resultaba muy peligroso a causa de la oscuridad. Temían caer al agua y ahogarse. Sin embargo, ninguno dejo de traer aunque fuera una ramita para encender un gran fuego. Y cuando las llamas se alzaron en la eterna noche, les pareció ver el sol y su alegría fue grande y cantaron y bailaron hasta que no quedaron sino brasas.

Y ocurrió algo curioso: Otro pueblo que habitaba en sus islas-montaña, al ver la fogata de Pangal y su gente, los imitaron, y pareció que la oscuridad se llenaba de estrellas de oro, encendiéndose una tras otra.

De este modo aprendieron a hacerse señas y hasta construyeron unas especies de canoas, ahuecando los troncos de los árboles más grandes, los gigantescos coihues que viven cientos de años.

Y así, se visitaron los principales caciques, entre ellos, Pangal, fuerte como un león, y Antú, que se llamaba como el Sol.

Y conversaron largas horas.

—Antú, ya no podemos sembrar y en los montes no quedan animales para cazar.

—En mi montaña se terminaron los conejos y las vizcachas; no quedan aves ni ratas. Y la leña se nos acaba. Es necesario hacer algo, Pangal.

—Sin luz no podemos embarcarnos a otras tierras para buscar el Sol.

—Todos los que mandé en busca de tierra seca y de luz, jamás volvieron —dijo Antú con tristeza.

—El Sol no quiere oírnos, y la Luna no aparece en nuestra larga noche, a pesar de los cantos y los rezos, de los sacrificios y los llantos de niños y mujeres —se quejó Pangal.

Y aunque mutuamente se consolaban y ayudaban, ninguno de los dos jefes sabía que hacer en tan terrible situación.

¿Qué pasaba en el cielo, entretanto?



LO QUE PASABA EN EL CIELO


El Sol vivía en su palacio de oro. Al amanecer, habría las puertas y buscaba el palacio de plata de la Luna para convidarla a jugar y bailar por los campos azules.

Por cierto que no siempre se encontraban y tenían una especie de juego a las escondidas.

Todos los días el Sol habría sus puertas doradas y gritaba:

—¡Eh, amigos míos! ¿dónde están? Quiero bailar con mis planetas y descubrir pálidas Lunas. ¿Dónde está mi pequeña luna, la que se esconde en el campo de la noche?

A veces la Luna estaba cerca, en su palacio de plata y venía caminando dulcemente a encontrarse con el Sol.

Y entonces jugaban a una ronda. La Luna decía:

—¿Me llamabas Sol?

—¡Te llamaba Luna! —contestaba él brillando.

—¿Jugaremos hoy?



Sol : —La ronda fortuna.

Luna : —¿Cómo es esa ronda?

Sol : —Tengo dos anillos

que son dos caminos,

uno está en el día,

el otro en la noche;

dime bella Luna,

¿cuál camino escoges?

De oro el de día

de plata el de noche.

La Luna no dudaba al decir:

—Yo escojo el de noche.

Y el sol se lanzaba tras ella, gritando:

—Corre que te pillo,

y si yo te alcanzo,

te quito el anillo.



Pero el Sol nunca podía alcanzar a la Luna y ella se iba bailando por las sombras de la noche.

Y de este modo, lo pasaban tan bien en el cielo, que no se loes ocurría mirar hacia la oscura Tierra envuelta en nubes. Suele suceder que los que son muy felices, se olvidan de pensar en los demás. Y ni un solo rayo de la alegría del cielo llegaba hasta los hombres aislados en las montañas.



EL PEQUEÑO VENADO DE YEUMAN


Pangal tenía un hijo, Yeumen, que quiere decir “valiente” en lengua mapuche. Y Antú, a su vez, tenía una hija de nombre Licán que quiere decir “piedra”, piedra sagrada.

Y Yeumen y Licán de tanto en tanto ir y venir en las canoas acompañando a sus padres, de una montaña a otra, se habían hecho muy amigos.

Cada uno tenía un animalito regalón: Licán había criado una vizcacha color piñón y Yeumen un pudú. Y siempre andaban con ellos a la siga; cuando iban con sus padres de una montaña a otra, navegando por las profundas lagunas llenas de sombras, sus animalitos iban con ellos. Un día Pangal y su hijo fueron a visitar al cacique Antú para intercambiar noticias y conversar sus problemas urgentes.

Yeumen y Licán se fueron a jugar cerca de las rucas; no se atrevían a alejarse en la gran noche que siempre los rodeaba.

El pequeño pudú, en cambio, no tenía miedo de la oscuridad ni del constante rumor de la lluvia; con sus sensibles orejas, alertas como antenas, y su piel nerviosa, parecía estar lleno de ojos que adivinaban lo que había más allá. De pronto el animalito dio un gran salto con sus patas cortas y como si lo llamaran, desapareció por un sendero que subía por la montaña.

—¿Qué haces? —gritó Yeumen—. ¡Vuelve, vuelve acá, pudú!

Licán abrazó con fuerza su vizcacha y ambos niños llamaron largamente al venado, pero éste no regresó.

Cuando llegó el momento de partir, Yeumen pidió a su padre quedarse por una jornada en la montaña de sus amigos a ver si volvía su pudú. Antú y Pangal, viendo la preocupación del niño, estuvieron de acuerdo.

—El venado volverá pronto, estos animalitos necesitan ir a la selva que es su gran ruca —dijo Pangal.

—¿No se lo comerá el puma? —preguntó Yeumen con temor.

—En nuestra montaña solo quedan dos parejas de pumas y otras de zorros. Los dejamos vivir para que no desaparezcan de nuestro bosque cuando algún día brille de nuevo la luz. Y un pudú sabe defenderse muy bien, con su rapidez y su buen oído.

Yeumen no se tranquilizó del todo; pero pasó un sueño y volvió a comenzar el trabajo y el venado no apareció.

Y cuando Licán y su amigo intentaron penetrar por el boscoso senderillo, la vizcacha escapó de los brazos de su ama y desapareció por el mismo rastro del pudú.

Licán se afligió mucho, buscando y llamando a su vizcacha; ambos niños se sentían muy tristes, porque sus animales eran sus compañeros que no solo les servían de consuelo sino también de abrigo en la fría noche lluviosa en que vivían.

Yeumen trató de consolar a su amiga y ella recordó de pronto algo:

—Hace mucho tiempo, cuando recién llegamos a la montaña y había un poco de luz todavía, yo subí por ese camino y llegué a una cumbre desde donde vi la Luna.

—¿Cómo? ¿Viste la Luna? —exclamó el niño con asombro.

—A veces creo que lo soñé; cuando se lo conté a mi mamá, ella no lo creyó y nadie en la tribu lo creyó tampoco. Pero yo me acuerdo del camino, de las piedras y las grietas —continuó Licán. Y sin pensarlo mucho, como ambos niños querían recuperar sus animalitos, avanzaron por el sendero misterioso que también los atraía.

—Si allá arriba encontramos a la Luna, le pediremos que nos alumbre de nuevo --dijo Licán.

—Y que nos mande un poco de su tibia luz —afirmó Yeumen.

Y ambos desaparecieron, igual que el pudú y la vizcacha, montaña arriba.



LA MONTAÑA DE LA LUNA


Durante muchas horas, tal vez más de un día, los niños treparon sin descansar. Sus ponchos estilaban bajo la lluvia, haciéndose pesados. Quedaron atrás los bosques y aparecieron las primeras manchas de nieve. A pesar del frío y del peligro de grietas y quebraduras, continuaron subiendo. Cada vez el cielo estaba más luminoso y esto los entusiasmaba. Licán advertía cada accidente de la ruta y les fue fácil llegar a la cumbre. Y una vez en la punta de la montaña, vieron el ancho cielo azul por donde navegaba una que otra nube. Un gran silencio, lleno de una voz nueva, la del viento, llenó sus oídos acostumbrados al rumor del agua. Yeumen se puso a gritar, maravillado:

—¡El cielo es azul, azul!

Licán reía y brincaba, batiendo sus manos:

—Yo sabía que este camino llegaba al cielo.

Miraron luego a su alrededor, pero no vieron ni huella ni sombra de sus animales regalones.

—Han saltado a la Luna —aseguró Licán—. Por aquí pasa muy cerca de la tierra y dando un buen salto, se puede llegar hasta ella.

—La tierra oscura y fría los debe haber cansado —reflexionó Yeumen—, por eso prefirieron irse a los prados tibios de la Luna.

Se quedaron en silencio, llenándose los ojos de color azul. Yeumen preguntó:

—¿Te acuerdas Licán, por cuál lado del cielo aparece la Luna?

—No, no me acuerdo. Pero tú puedes mirar hacia allá mientras yo miro hacia acá —y la niña señalaba el oriente y el poniente, el lado derecho y el lado izquierdo.

Y cuando los dos se instalaron a contemplar su lado del cielo, aparecieron sin anunciarse, avanzando lentos y brillantes, dos pequeños asteroides, uno rojo y otro azul. Con el pestañeo de sus luces, parecían conversar:

—Viene bailando la Luna Luna —decía el Azul.

—Trae en su cara la luz del Sol —contestaba el Rojo.

—La Luna viene con su farol —canturreaba el Azul.

—La Luna Luna con su arrebol —reía el Rojo.

A los niños les parecía maravilloso ver estrellas y no apartaban la mirada del cielo. Oscurecía y el brillo iba aumentando.

—Soy asteroide del señor Sol —declaró el Rojo con un fuerte destello.

—La bella Luna me dio el color —agregó el Azul.

Los niños se codearon, secreteándose:

—¿Cuál te gusta más, Yeumen?

—El Rojo, que sigue al Sol.

—A mi me gusta el Azul con su color de Luna —decidió Licán.

Una claridad creciente por el lado oriental de la montaña anunció la llegada de la Luna. Los asteroides se pusieron más chispeantes, de puro nerviosos. Muy pronto la Luna llenó el cielo frente a los niños y bostezó:

—Me quedé dormida. Hace rato que el sol me espera en la puerta de la tarde.

Yeumen y Licán empezaron a hacerle señas y llamarla:

—¡Luna, Lunita, Luna!

El asteroide Azul se sobresaltó:

—Oigo unas voces que te llaman, Luna.

—¿Quién puede ser, hermano Azul?

—Dos notas, dos cantos, los oigo allá abajo, donde hay un mundo lleno de nubes.

—¿Hay un mundo bajo ese manto negro?

—Sí, Luna, un mundo olvidado del cielo —aseguró el Rojo.

—Está lleno de agua --anunció el Azul.

—Pero ¿quién puede llamarme desde tan lejos? —retumbó la Luna.

El Azul le recordó:

—Tal vez sea otro venado. ¿Te acuerdas, Luna, que hace un tiempo, saltó a tus brazos un pequeño pudú?

—Sí, fue anteayer —exclamó la Luna—. Saltó a mi falda huyendo de un planeta oscuro; tenía el pulso muy agitado y aún lo siento palpitar en mi mejilla, donde me dejó una mancha.

El Rojo, que tenía el ojo vivo, descubrió la cima de la montaña que se asomaba entre las nubes:

—Miren, algo aparece allá abajo, ¿lo ves, madre Luna?

Ella enfocó su suave mirada hacia la Tierra y exclamó:

—¡Veo una rotura entre las nubes, un asteroide blanco, una isla que da vuelta, un cono que pincha el cielo!

—Es un volcán de la Tierra —explicó el Rojo— y hay dos pequeños ciervos en la cumbre llamando “Luna, Luna”.

—Me acercaré a ellos y así tendré en mis llanuras tres venados corredores —dijo la Luna, empezando a bajar.

La Luna se puso a la altura de la montaña donde Licán y Yeumen estaban parados.

—Pequeños ciervos —les dijo—, ¿quieren saltar, acaso a mi falda?

Yeumen advirtió muy serio:

—Señora Luna, no somos ciervos, ni venados, ni vizcachas, ni conejos. Somos niños.

—Sí —interrumpió Licán—, yo soy la hija del toqui Antú, que se llama como el Sol.

—Y yo soy Yeumen, hijo del toqui Pangal, que se llama como el león.

La Luna se quedó muy sorprendida y sólo atinó a murmurar:

—¿Quieren jugar con el pequeño ciervo que anteayer saltó a mi falda?

—Y también queremos ver a la vizcacha color piñón que se debe haber escondido en un cráter –dijo Licán.

Como la Luna se quedara sin saber qué contestar, Yeumen explicó:

—Nuestros animales regalones huyeron de nuestra tierra porque está helada y llena de agua, y nunca para la lluvia. Nosotros los seguimos hasta aquí para que tú nos ayudes, Luna, y nos des un poco de luz tibia.

La Luna pensó un momento:

—Ustedes viven en ese planeta oscuro y quieren que yo les dé algo de mi luz. Pero esta luz me la dio mi esposo, el Sol, y yo no puedo regalarla sin su permiso. ¿Qué diría?

Yeumen suplicó entonces:

—Sólo te pedimos un pequeño rayo, nada más. Allá, bajo las nubes, viven los pueblos de los hombres sin tener con qué alumbrarse. Los mares suben sin cesar y las lagunas se juntan con los mares. No podemos sembrar y sin el Sol, ningún fruto madura y pronto moriremos de hambre y frío.

La Luna sintió mucha pena al oír estas noticias.

—Señora Luna, tú y el Sol se olvidaron de la Tierra —agregó Licán—. Ustedes juegan con la luz, pero nosotros no tenemos más que unas chispas de fuego.

La Luna se sintió cada vez más compadecida:

—Si yo les doy un poco de mi luz, ¿qué me darán ustedes a cambio? –preguntó.

—Nuestros animales regalones —gritaron los niños—. ¡El pudú de Yeumen y la vizcacha de Licán serán tuyos para siempre!

La Luna asintió aceptando y decidió bajar en seguida a la Tierra, para regalar a los hombres un poco de su luz.

Los asteroides se sintieron alarmados y lanzaron destellos advirtiendo a la Luna que era muy peligroso bajar a un planeta desconocido. Pero ella les ordenó que cuidaran su palacio de plata, y que no dijera nada al Sol, porque regresaría en seguida.

Y mientras decía: “No tardaré ni un segundo en volver al cielo”, piso la punta de la montaña y los niños le ayudaron a bajar por el sendero.

Al verla desaparecer bajo las nubes, el asteroide Rojo murmuró:

—La Luna bajó a la Tierra y el Sol se quedará esperándola.

—¿Qué le diremos ahora? —suspiró el Azul muy asustado.

Y como estaban obligados a seguir su camino, desaparecieron por el cielo, en dirección al Sol, temblando como dos pequeñas chispas.



LA LUNA BAJO LA LLUVIA


La Luna nunca había sentido el ruido de la lluvia, no conocía el rumor de los bosques cuando cada hoja gotea; tampoco se había salpicado los zapatos de cabritilla blanca ni menos la falda y la cara. Al sentir el agua helada que corría por sus mejillas y sus manos, se asustó:

—¡Qué fría y oscura es esta tierra! —dijo temblando—. Siento que mi luz se enfría.

—Cúbrela bajo tu falda –aconsejó Yeumen.

—Yo te ayudaré con mis manos para que no se moje —ofreció Licán.

Pero la lluvia era tan penetrante, que la luz, regalo del Sol, aunque conservó su brillo, se fue enfriando sin remedio.

Desde ese día la luz de la Luna se heló para siempre. Así cuentan los antiguos.

Terminaron de bajar la montaña y corrieron a protegerse en una gruta que Licán conocía. Y toda la caverna se llenó de luz azul, mansa y radiante, aunque fría. La Luna estaba muy triste, pensando en lo que diría el Sol cuando supiera que había bajado sin su permiso al planeta negro y que su regalo había perdido el calor; pero los niños se sentían felices y saltaban por toda la gruta, jugando con sus nítidas sombras. ¡Hacía tanto tiempo que vivían en la oscuridad, que hasta habían olvidado que los cuerpos echan sombras!

Y mientras Yeumen y Licán trataban de consolar a la Luna, la luz de su farol resbaló fuera de la gruta y atravesó los bosques, llegando hasta las aldeas. Brilló en las aguas de los mares y de los lagos que se juntaban con los mares, y los hombres vieron de nuevo la deseada luz, aunque era fría y más pálida que la del Sol.

Pangal y Antú, que estaban muy intranquilos con la desaparición de sus hijos, siguieron el rastro de la luz y llegaron a la boca de la gruta. Deslumbrados, al comienzo no veían lo que ocurría adentro. Pero los niños descubrieron a sus padres y corrieron a echarse en sus brazos y a contarles sus aventuras.

Antú exclamó:

—¡Hijos! ¡Los espíritus protectores los han traído de nuevo junto a nosotros!

—¡Gracias que han vuelto sanos y salvos!

Yeumen contó luego:

—La Luna bajó con nosotros por la montaña para darnos su luz que el Sol le había regalado; pero la lluvia enfrió su fuego.

—Y por eso nos escondimos en esta gruta —agregó Licán—, porque el Sol se va a enojar cuando descubra que su luz se enfrió.

Antú se alarmó:

—¿Qué dices, niña? Sería terrible que el Sol se enojara aún más de lo que está, porque entonces todos moriremos de seguro.

Pangal tranquilizó a su amigo:

—La Luna bajó porque es compasiva. Gocemos de la luz que nos ha traído, démosle las gracias a nuestra madre de la noche, que ilumina las aguas y las tierras.

—Yo creo que el Sol la va a perdonar —dijo Yeumen.

—Sí, porque ella bajó para consolarnos —gritó Licán.

—Pangal y yo cuidaremos de la Luna hasta que el Sol venga a buscarla —concluyó Antú.

Y tomando a la Luna de la mano, la condujeron a través de los bosques junto a las rucas, donde la sentaron para que secara sus vestidos junto a una gran fogata. Y ella ilumino los valles y las cumbres que durante tanto tiempo estuvieron a oscuras.



EL ENOJO DEL SOL


Entretanto, en el cielo, el sol dormía tranquilo en su palacio.

Los asteroides llegaron al pie de las escalinatas doradas sin atreverse a hacer el menor ruido.

El Rojo susurró:

—El Sol aún no despierta.

—Sus puertas están cerradas, por suerte —dijo el Azul, más pálido que nunca. En el fondo se sentía más responsable por ser el asteroide de la Luna.

—Cantemos para que despierte —propuso el Rojo,

—Ojalá lo haga de buen humor.

—La noticia que le daremos no es muy buena —dijo el Rojo.

—Tenemos que ser muy prudentes.

—¿Y cómo podremos serlo? —preguntó el Rojo.

—Contándole muy de a poco que la Luna, su mujer...

—Cállate, no digas nada —se asustó el Rojo.

—Bueno, bueno —dijo el Azul animándose un poco—, podríamos cantarle una canción de cuna y así...

—Bueno, a cantar entonces.

Se pusieron a girar en torno al palacio entonando



“Duerme, duerme, duerme,

sueña con la Luna

un hermoso cuento.

Por una montaña

la luna bajó,

sus pies se mojaron,

se manchó el vestido,

luego se enfrió.

Duerme, duerme, duerme.

Caía la lluvia,

la Luna lloraba

y no había nadie

que la consolara.

Duerme, duerme, duerme”.



No acababan de cantar el último “duerme”, cuando el Sol abrió bruscamente sus puertas llenando el cielo con sus rayos. Estaba de muy buen humor.

—¿A qué están jugando los pequeños asteroides? —preguntó.

Pero ellos se taparon la cara, sin saber qué decir.

—¿Han hecho algo malo? —dijo el Sol con cara bonachona, dispuesto a perdonar las diabluras de los pequeños planetas.

Ellos negaron con la cabeza.

—Entonces —exclamó el Sol— quiere decir que ha pasado algo malo—. Y su cara ya no era tan alegre.

Los asteroides se apresuraron a indicar que sí.

—Y ustedes tienen miedo de que yo me enoje —agregó el sol, poniéndose más rojo.

Los dos asintieron con más fuerza y se volvieron de espaldas.

—Ustedes estaban cantando algo... Tengo mal oído, ya lo sé, en cambio mi vista nunca me engaña.

Los asteroides se echaron a temblar, abrazados.

—¡Eso es, querían prepararme el ánimo! Si ustedes no quieren hablar, tendré que adivinarlo entonces! —gritó el Sol, molesto—. ¡Qué par de cobardes son, criaturas enclenques! A ver... ¡Se acerca un Cometa venenoso! No, no es eso. ¡Se reventó un planeta, apareció otro sol!

Los asteroides todo lo negaban, cada vez más nerviosos, viendo que el Sol enrojecía a cada ocurrencia.

—Se me pasó la mano con la lluvia de rayos ultravioletas, la Tierra cambió de órbita...

Al oír nombrar a la Tierra, los asteroides dieron un salto y miraron al sol aterrados.

—¡Ah, por fin, ¿qué pasó en la Tierra?

—Nosotros no tenemos la culpa —balbuceó el Azul.

—Nosotros vimos, no más... Claro que la Tierra no se ve, la tapan las nubes y...

—¡Digan de una vez qué pasó con la Tierra! —rugió el Sol.

—Hace tiempo que no se ve... sólo una montaña, a veces...

—¿Qué pasa con sus montañas? ¿Hay algún volcán en erupción? —interrumpió el sol ante los balbuceos del Rojo.

—No, no —tembló el Azul—, es que vimos la montaña de la Luna y...

—Ah, si no es más que eso... ¿Podrían ir a buscar a la pequeña Luna? Creo que está un poco atrasada y quiero saludarla.

Los asteroides volvieron a abrazarse con espanto.

—¿Cómo? ¡No me digan que le ha pasado algo a la Luna! ¡Y que tiene que ver con la Tierra! Ustedes van a hablar, si no quieren que los reviente.

El Rojo, más fuerte que el azul, decidió empezar:

—Sí, padrecito Sol, la Luna bajó a la Tierra.

—¿Bajó a la Tierra? –bramó el Sol escandalizado.

—Tuvo pena de los hombres que hace mucho tiempo no te ven padre.

El Sol se asustó un poco, y con el susto le dio más rabia:

—La Luna corre peligro en ese planeta lluvioso y oscuro, entre criaturas irresponsables.

¡Hasta pueden apagarla!

—Si quieres, yo la voy a buscar —ofreció el Azul.

—No, ustedes se apagarían antes que ella. Yo mismo bajaré a buscar a mi pequeña Luna y si los hombres le han hecho algún daño, ¡quemaré la Tierra, la incendiaré como paja, la reventaré como un cohete! ¡Uff!

Furioso el Sol se alejó, mientras los asteroides se quedaron tiritando de susto.

—¡Qué enojado está nuestro padre! —gimió el Azul

—Por suerte se fue y no nos hizo nada —se consoló el Rojo.

—Pobre Tierra, cubierta de nubes, ahora sí que va a estar iluminada —comentó el Rojo.

Y como no tuvieron mucho más que hablar, ambos se pusieron a limpiar los palacios del Sol y de la Luna.

El Azul se puso a sacudir el de su señora del polvo de las estrellas y el Rojo, a su vez, empezó a barrer las cenizas del palacio del Sol.

—¡Es tan fumador nuestro padrecito! —comentó, soplando delicadamente para no estornudar.



LA TIERRA SE PONE AZUL


Mientras en el cielo el Sol lanzaba chispas de preocupación y de rabia por lo que hubiera podido pasarle a la Luna, ella en la Tierra, lloraba sin consuelo; había vuelto a la gruta y no quería salir de allí. Sus lágrimas se transformaban en luz azul, mientras canturreaba con tristeza:



Ay mi anillo de oro,

mi anillo de Sol

en hilo de plata

se me convirtió.

Me lo había dado

en prenda de amor.



Yeumen y Licán corrían por la selva, sin temor.

—Mira, Licán, cada gota parece una luciérnaga. La Luna, con sus pies pequeños, las encendió —gritaba el niño contemplando las gotas de lluvia que pendían de las ramas.

—Ha dejado de llover, todo está lleno de un silencio nuevo, donde ha otras voces... ¿Oyes cómo galopa tu venado por el delantal de la Luna, como una sombra de cristal?

—Sí, lo oigo. Y tú debes oír cómo rasguña tu vizcacha los zapatos manchados de barro de la Luna —dijo a su vez Yeumen.

Entretanto, pueblos enteros desfilaban delante de la gruta, deslumbrados por la luz plateada que salía de allí; y dejaban regalos de toda clase, joyas de plata y vasijas de leche a los pies de la pálida Luna. Esto no la consolaba, sin embargo.

Algunos decían:

—Señora Luna, gracias por iluminar las aguas. Iremos a ver los peces que saltan en los mares y lagunas.

Y otros:

—Señora Luna, iremos por los caminos difíciles, cogidos de un rayo de tu mano, a divisar bajo las olas nuestros valles.

La Luna a todo consintió, pero les pidió a cambio:

—Si por el camino encuentran al Sol, háganle un saludo en mi nombre.

Los senderos de las montañas se llenaron de gentes que acudían a mirar las extensas aguas; y algunos navegaban en sus canoas, contentos de poder ver, por fin, el mundo azul que los rodeaba. Y se escuchaban cantos y risas por todas partes.

Pangal y Antú decidieron sembrar maíz a la luz de la Luna. Cosecharían piñones plateados y avellanas rosadas.

De pronto, en medio de la fiesta y la alegría con que celebraban la luz fría de la Luna, cayó del cielo una espada de oro, un rayo muy fuerte que evaporó una laguna. Los peces quedaron saltando en el lecho de barro.

¡Qué medo sintieron los indios! Licán y Yeumen corrieron a refugiarse en la gruta de la Luna.

—Arden los bosques y las zarzas —gritaron—. Una espada de oro nos persigue incendiando lagunas y cortando ramas verdes.

La Luna rió suavemente :

—No tengan miedo, ese es el Sol, que anda buscándome. Saldré a recibirlo y con mi luz fría se calmará.

La Luna salió de la gruta y extendió sus rayos suaves, buscando los del Sol. No tardaron en encontrarse, ella en medio del agua, él en la cumbre de una montaña. Se saludaron delante de los pueblos.

—Luna, mi pequeña Luna, por fin te encuentro —exclamó el Sol—. Pero ¡qué pálida estás! Tienes los vestidos mojados y las manos frías. Ven, vámonos al cielo, a mi palacio de oro para secar tu ropa y darle calor a tu cara.

—Es verdad que tengo frío porque bajé la montaña y la lluvia enfrió mi luz; pero no te enojes, nadie me ha hecho daño.

—Te llevaré al cielo, y castigaré a la Tierra reventando sus volcanes por haber helado la luz que te regalé —relampagueó el Sol.

—Sería una injusticia y tú eres el padre de la vida. Yo misma quise baja para dar un poco de luz a los pueblos mapuches.

—Siempre has sido un poco aventurera y porfiada —se quejó el Sol—; esta vez no perdonaré a los que han helado tu anillo de oro.

—No, no —suplicó la Luna—, si tú castigas a los indios, no volveré a mi palacio del cielo.

—¿Qué dices? ¿Me dejarás solo en el espacio inmenso?

—Por favor, comprende —pidió la Luna—, tú no puedes castigar a la Tierra porque la lluvia cayó sobre mí con su hielo. Tú y yo jugábamos felices en el cielo y nos olvidamos de la Tierra que se cubrió de nubes. Somos culpables, mi querido Sol.

Pero el Sol era muy porfiado y siguió alegando:

—¿Para qué necesitamos a la oscura Tierra, pequeña Luna, si somos tan felices en el cielo? Olvidémonos de ella, no nos hace falta.

Aquí la Luna veló su cara, con ligero enojo:

—Estás muy equivocado, señor mío. Mira a tu alrededor los hermosos colores de la Tierra, la variedad de sus seres, la música de sus infinitas gargantas. Oye, dueño de los planetas, las notas que canta la Tierra. Mira, una sola gota de agua es un mundo. Y una flor, ¿habías visto antes una flor?

Licán cortó una rama recién florecida y se la pasó a la Luna.

—Mira, tus rayos tibios acaban de hacer florecer el arrayán. ¿te atreverías a sacar algo tan hermoso?

—No, mi señora. Estoy empezando a descubrir la Tierra y veo que aquí todo es delicado. Cada criatura es más complicada que la relojería de los planetas.

El Sol y la Luna se pasearon mirando y asombrándose ante cada ser.

Y luego, los dos treparon por la montaña de la Luna y de un gran salto llegaron a su reino azul donde los esperaban sus palacios.

Desde entonces, cuenta la leyenda, nunca más el Sol y la Luna dejaron de alumbrar el día y la noche de la Tierra. Y la luz del Sol calienta y abriga, y la luz de la Luna quedó fría para siempre. Y en su cara blanca juegan un venado y una vizcacha que parecen manchas de sus mejillas.

9 comentarios:

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  2. si esto me ayudo mucho para mi prueba ojalas me saque un 7
    denkiu

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  3. es demasiado largo yo buscaba algo mas resumido...........

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  4. es demasiado largo yo buscaba algo mas resumido...........

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  5. esta bueno... ajola que sea verdad el relato

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  6. esta bueno... ajola que sea verdad el relato

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  7. prefiero las imágenes del libro... pero bueno igual.

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  8. no era largo ni corto interesante un poco confuso y entratenido

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  9. Me sirvio para entender mucho mas

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